En educación, y en la sociedad, ha prevalecido una asociación entre igualdad en evaluación y justicia. Bajo la noción de objetividad, el supuesto es que un instrumento construido de manera confiable provee igualdad de condiciones a los evaluados y mide válidamente el mérito y desempeño de los estudiantes, acrecentando la justicia de los sistemas de selección y clasificación en educación. En las últimas décadas, a este principio de igualdad se ha sumado una promesa de equidad. En el aula, la evaluación se plantea como una herramienta que aporta a diseñar los apoyos y estrategias de enseñanza necesarias para el aprendizaje de todas y todos. Este principio se extiende a la evaluación estandarizada a gran escala, dando por supuesto su capacidad de constatar brechas de aprendizajes y su efecto positivo en movilizar a los establecimientos educativos para reducirlas. Por lo tanto, existen amplias expectativas sobre el poder de la evaluación en la reducción de las inequidades del sistema escolar y en la sociedad. Sin embargo, la investigación y las experiencias de las comunidades escolares alertan sobre el rol de la evaluación estandarizada, a gran escala y en aula, en la reproducción de inequidades sociales. Por ejemplo, cuando la evaluación tiende a calificar negativamente en forma sostenida a los estudiantes más vulnerables, pertenecientes a grupos minoritarios y/o históricamente excluidos. En este marco nos preguntamos: ¿Cuáles son los peligros y oportunidades que ofrece la evaluación educativa para la equidad del sistema educativo? ¿Qué tipo de evaluación necesitamos para avanzar en este propósito? ¿Cuál debe ser el rol de la política educativa, las instituciones de educación superior y comunidades escolares para construir una evaluación que realmente contribuya a una mayor equidad?